Cuarto domingo de Cuaresma
La parábola del Padre Misericordioso
Esta famosa parábola ha recibido varios nombres, siendo el más común el del «hijo pródigo». Con ese nombre se quiere insistir en la figura del hijo pecador y como se arrepiente al final de su conducta. Al mismo tiempo, podríamos hablar con mayor precisión, de la parábola de los «dos hijos». Porque construye claramente dos figuras paralelas de hijos que no comprenden la actitud de su padre. Lo que nos recuerda que es también la parábola del padre misericordioso, figura de un Dios que acoge y rehabilita al pecador que vuelve a él.
Se trata de meditar sobre la actitud de un padre hacia sus hijos, de los hijos hacia su padre. Lo que es común a ambos hijos es su incapacidad para descubrir cuanto amor hay en el corazón de su padre.
El más joven que pidió su herencia regresa simplemente porque tiene hambre. Y se imagina a su padre como un amo severo (o simplemente justo) y ofrece convertirse en su sirviente. Es ignorar que el padre, que le dio todo la primera vez, lo ama y lo esperaba incansablemente. Y que el amor del padre no mide y no cuenta, no castiga, no premia, acoge y se regocija en la sola presencia de aquel a quien ama.
El mayor, a quien su padre comparte generosamente todos sus bienes a lo largo de los días, tiene la misma actitud retributiva e inmediatamente desarrolla celos. Representa al padre como un señor cuyos mandamientos deben ser observados. Es incapaz de entrar en el amor del padre por su hijo menor, por lo que es incapaz también de entrar en la fraternidad.
Con delicadeza el padre lo restituye a su posición de hijo («todo lo mío es tuyo») y lo restituye a su posición de hermano («este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida»).
Ninguno podía entender lo que era el amor del Padre. Un amor que no quiere ni puede tener en cuenta las negaciones y las ofensas. Porque el corazón del padre es amor, don y perdón, alegría por la presencia de cada uno de sus hijos.
Al final de la parábola, el padre, que sale al encuentro de sus dos hijos, les abre de par en par la puerta de su casa. Corresponde a cada uno de ellos, a cada uno de nosotros, saber y decidir si seremos capaces de reconocer el verdadero rostro del padre que es amor y libertad, y entrar como hijos a la fiesta de la Eucaristía.